La 'marea amarilla' frenó una reforma llena de dudas

La reforma del Registro Civil, un servicio gestionado por funcionarios de la administración de Justicia, suponía la cesión de la competencia de la autoridad judicial al cuerpo de registradores de la propiedad y mercantiles. Un colectivo de unos 900 empleados públicos, según un artículo de la Ley Hipotecaria, pero con una actividad netamente privada, ya que facturan IVA y contratan personal particular en sus despachos.

En contra el pensamiento común, el origen de la modificación está en una norma de 2011, aprobada por el Gobierno socialista. Planteaba la «desjudicialización» del registro de forma progresiva para acabar con las colas de los juzgados y las demoras de las tramitaciones, a lo que ayudaría la digitalización. El actual Gobierno y su exministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón, recuperaron el plan y propusieron ceder la gestión a los registradores. El calendario de implantación comenzaba el 15 de julio y se extendía hasta el 1 de enero de 2017. Sin embargo, las incógnitas del nuevo sistema han crecido conforme se acercaba la fecha. A lo que se sumó la presión de la 'marea amarilla', el colectivo de 3.500 funcionarios del registro que temían por su futuro laboral.

Estaban convencidos de que el mensaje del ministro de Justicia de que la gestión seguiría siendo «pública y gratuita» y su puesto inamovible no era creíble. Denunciaron que el ciudadano iba a tener que pagar, ya fuera de forma directa o mediante la subida de impuestos. De cualquier manera, era indiscutible que la reforma supondría un sobrecoste a las arcas públicas. «Se van a dilapidar las inversiones informáticas en las oficinas del Registro Civil. Son unos 200 millones tirados a la basura», advertía Javier Jordán, portavoz del CSIF.

La razón es que los registradores iban a contar con otras herramientas informáticas diferentes, por lo que se hubiera requerido una inversión extra para adecuar el sistema. Este cuerpo, sin embargo, tampoco las tenía todas consigo. Llegaron a admitir la necesidad de buscar fórmulas que permieran garantizar su sostenibilidad e incorporar un presupuesto anual realista.

«¿Novecientos registradores van a gestionar los datos de 45 millones de personas? ¿Pagaremos también sus oficinas y a sus trabajadores? Estamos hablando de un negocio de unos 700 millones anuales pese a que los funcionarios están perfectamente capacitados. Solo faltan algunas mejoras materiales», añadían. El 80% de los trámites son partidas de nacimiento y defunción. Y los problemas están en los expedientes de nacionalidad, unos 150.000 recursos atascados desde finales de 2013.

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